La
enfermedad que nos acosa obliga a cambiar profundamente los rituales
con que enfrentamos la muerte. Cambian los modos tradicionales a los
que estamos habituados y estos cambios plantean una exigencia
emocional mayor para elaborar la situación de duelo sin los recursos
que contribuyen a mitigarlo.
Los
rituales son procedimientos que tienen una fuerte carga simbólica
que posibilita la expresión de sentimientos y pensamientos en
relación a los hechos significativos que marcan la vida de las
personas. No hay hecho importante en la vida de la gente que no esté
significado en una ceremonia predeterminada: bautismos,
confirmaciones, casamientos, graduaciones, premios y castigos todos
tienen su liturgia.
Los
rituales frente a la muerte, como caso particular, son tan antiguos
como el hombre, existen en todas la culturas bajo las formas más
disímiles y su comienzo se pierde en la nebulosa de la prehistoria.
Algunos
sostienen que es precisamente algún tipo de ritual frente a la
muerte lo que define entre otras cosas la condición humana. El
hombre es el único que llora a sus muertos y guarda memoria de ellos
por el resto de su vida.
El
velorio, el cumplimiento o no de algún rito religioso, el
acompañamiento final al cementerio es un procedimiento para
despedirnos de la persona que muere.
Abrazarnos
con amigos y familiares, sentirnos acompañados por otros que sufren
y se conduelen por la pérdida, acercarnos al féretro, ver y tocar
por última vez al que se está yendo son los pasos que damos para
iniciar el duelo, reforzando el principio de realidad que confirma
que el otro realmente murió.
Si
las circunstancias obligan a prescindir de estos pasos, si el riesgo
de contagiarse y de expandir la enfermedad nos imponen unasupresión
del ritual y su reemplazo por un procedimiento más austero, más
pobre, cargado de otros simbolismos que refuerzan la negatividad y el
dolor, entonces tendremos que encontrar otras maneras de tramitar el
sufrimiento.
De
las muchas acciones que articulan el ritual frente a la muerte la más
importante es hablar. Las palabras, decía Kipling, son la droga más
poderosa inventada por la humanidad.
En
los velorios hablamos. Hablamos del muerto, de sus virtudes, contamos
anécdotas de todo tipo algunas graciosas que nos sacan una sonrisa,
otras curiosas, otras dolorosas, secretas o conocidas por todos. Este
“parlare” es el procedimiento más común y permite
despedirse
del difunto como si se fuese yendo lentamente. No es raro que en esas
conversaciones sigamos hablando del fallecido con los tiempos
verbales que usamos para los vivos. “Juan siempre me dice”,
perdón, me decía.
La
charla que pone en palabras al otro, al muerto, nos ayuda a aliviar
nuestro sufrimiento, nuestra culpa por seguir vivos o por no haberlo
acompañado lo suficiente en sus últimos momentos.
La
imposibilidad de cumplir una parte del ritual, el velorio, el
encuentro con familiares y amigos, no nos impide hablar. La
tecnología abre la opción de iniciar un intercambio con los más
cercanos, contarnos cosas, intercambiar fotos y videos, presentificar
al que se fue como una manera alternativa de despedirnos privados de
su presencia final.
El
muerto debe quedar anudado a la trama de una historia que nos ayuda a
mitigar el sufrimiento.
Muchas
veces tenemos con los muertos asignaturas pendientes. El abrazo que
no le di, la ayuda que no le presté, las cosas que no le dije, el
perdón que nunca le pedí. No es bueno quedarnos con esto como un
peso que nos daña. Escribámosle una carta. Una carta donde le
decimos todas estas cosas. Una carta que nunca vamos a mandar pero
que es otro modo de ritual de despedida que alivia el sufrimiento.
Cuanto
todo esto pase -tarde o temprano volveremos a nuestra vida normal-,
si tenemos la necesidad podremos realizar el ritual que hemos
postergado. Una misa en memoria del difunto donde concurre toda la
familia y los amigos, una visita al cementerio con los máscercanos,
una reunión familiar para comer las cosas que al muerto le gustaban
y recordarlo con menos tristeza.
Tal
vez tengamos que ponernos en el lugar del que murió y preguntarnos
que querría él para nosotros. Con seguridad desearía que sigamos
vivos y en lo posible, felices. No deberíamos decepcionarlo.