Esfuerzo, estimulo, fuerza, calor, rojo vivo, golpes y fragua. Así todo el día todo el tiempo, no hay fierro que resista. Por su sien corren más que gotas de transpiración. La típica camisa de grafa abotonada hasta el cuello tanto en verano como en invierno. Lo que tapa el frío tapa el calor, decía y sus recuerdos. Recuerdos de épocas históricas cuando el apretón de mano encerraba un pacto verdadero, la honestidad no se pregonaba. Épocas cuando tener un oficio era importante. Ser herrero era un orgullo. Seguir una tradición familiar. Viejos tiempos de pelo rubio, piel tersa, tiempos de pialar un novillo de una topada. Tiempo en que conoció a La Luján. Su destino era Coronel Pini y al pasar por La Esperanza la rueda de la volanta se rompió y Él ayudó. Se impregnaron sus ojos color miel. Dos días después dormía a la izquierda de su cama como los cuarenta años que la compartieron. Los tiempos, alternando buenos y malos, fueron pasando y con ellos los hijos se convirtieron en Padres. Policías, Carniceros, Tamberos, ninguno fue herrero. Luego los nietos fueron abogados, sindicalistas y comerciantes no en el pueblo sino en la gran ciudad. Tiempos y tiempos Luján fue perdiendo el brillo de sus ojos y un manto blanco fue su cabellera, como una lámpara fue apagándose suavemente y con un cierzo suave una mañana partió en silencio como quien se duerme eternamente. Mientras en el fragor de la lucha inventaba sueños y pesares, inventaba presencias y despertares como encantado por el fuego fue consumiendo cada intento de permanecer despierto. Solo el martillo, eterno compañero y único confesor de toda una vida. En torno a esa modelada a fuego intenso, forjada en hierro con dos engarces celestes como muestra que el mar, aun lejano, puede habitar un rostro. Sentado, ya sin fuerzas, en la herrería otrora más grande de toda la colonia, vio pasar a La Luján sobre la volanta invitándolo a un viaje mucho más lejano que aquel a Coronel Pini. Subió, utilizando una vieja soga de cáñamo. El viejo carro se perdió tras una celeste nube de recuerdos.
Hoy solo sobrevive el viejo galpón, tan viejo como todo lo que queda en pie. Hasta el derruido cartel que decía Herrería Vasca fue borrándose. El tiempo devora pasiones, apaga el fuego, ilumina las sienes, destruye los espacios para inundarlos de recuerdos. Aun hoy en noches calmas se escucha el repiquetear del martillo y el ronroneo de una lágrima contenida.