El empate sin goles contra Argentinos confirma la teoría: no le hace un gol a casi nadie. Lleva 391 minutos sin marcar, es el cuarto 0-0 en serie y, si se espía en el pasado, entre todos los torneos, incluidos amistosos, suma 6 0-0 en sus últimos 8 encuentros. A pocos días del desquite contra Racing por los octavos de final de la Libertadores, no tiene gol, ni imaginación, ni garantías de nada. Otra vez chocó contra el arquero adversario, pero eso no es lo peor. Juega con pesimismo, un aura extraño en uno de los ciclos más optimistas y exitosos de su historia.
Aturdido, nervioso y señalado, River se siente atrapado en una vorágine de pelotazos al vacío y acusaciones sobre el escritorio. Entre el serio desliz por Bruno Zuculini, mezclado en los despistes de la Conmebol y una imagen sobre el campo de juego que ofrece debilidades del mismo tenor. River juega deprimido, envuelto en una telaraña de inseguridades que no se acaban en la tibieza cuando pisa el área adversaria. No tiene magia, no tiene colmillo, no tiene rebeldía: se pasea sobre el magnífico césped, ideal para ensayos de otro calibre, con la impericia de un aprendiz en el cuerpo de un gigante desalmado. Ya no se trata de que tiene la cabeza en la Libertadores: la mente, el cuerpo y la convicción no están en ninguna parte. River se convirtió en una formación ordinaria, impropia de un conductor como Marcelo Gallardo. Cuando no volaba, mordía, apretada, destruía. Ahora, es un débil equipo sostenido por Armani y algún cruce a tiempo de los zagueros, Maidana y Pinola.